Según las estadísticas el 4,5% de las mujeres de entre 14 y 24 años están afectadas por algún tipo de los denominados trastornos de alimentación (anorexia y/o bulimia) y se estima que la población de riesgo es del 16%. Entre los datos destaca que se ven afectadas las mujeres en mayor medida que los hombres. Por cada varón que padece uno de estos trastornos de alimentación, existen nueve mujeres. En base a esta evidencia numérica (que nos habla de un 90% de pacientes mujeres) se han venido considerando como trastornos asociados básicamente a la población femenina.
En la actualidad y tras años de estudios por parte de la comunidad científica sobre los posibles indicios precipitantes de este tipo de dolencias, se ha concluido de forma consensuada en un origen multicausal de las mismas. Se sabe que hay múltiples factores interviniendo, lo cual ha hecho que pasen de considerarse como meras enfermedades relacionadas con la obsesión por un canon de belleza, a confirmarse como unos trastornos en los que intervienen otros muchos elementos.
Hoy por hoy, se reconoce cada vez más la influencia de los factores sociales para explicar el origen de los trastornos de alimentación. Podemos apreciar una mayor prevalencia de estos trastornos en las denominadas sociedades occidentales, en las que la esbeltez es el ideal de belleza. Sin embargo, es importante matizar que el estar delgada en nuestra sociedad va más allá de la estética (y la salud) ya que se relaciona íntimamente con el baremo del éxito personal y profesional de la mujer. Uno de los índices para lograr el éxito y la aceptación social en la mujer va a ser el “tener un físico apropiado” y ello suele resumirse generalmente y a grandes rasgos en estar delgada, ser joven y sexualmente atractiva.
Cabría preguntarse entonces si este tipo de dolencias son realmente una enfermedad de la persona (que patologiza a la mujer) y no de una cultura que ejerce una fuerte presión a través de los estereotipos que impone y que se arraigan fuertemente a través del constante bombardeo de imágenes por parte de unos mass media que nos muestran modelos corporales inviables para la mayoría, influyendo y confrontando constantemente la imagen real con una ideal imposible. No hay que mirar muy lejos para ver como la publicidad nos sobreexpone a la actual presión cultural. En ella se potencian los aspectos estéticos en los que se promociona una figura inalcanzable y se vincula la belleza física con el éxito. Se presenta el cuerpo de la mujer como algo imperfecto que hay que corregir, se cosifica y se sexualiza. El cuerpo femenino es un objeto que da un valor añadido a los atributos del producto y se sobreentiende a la mujer como un mero objeto de deseo, nunca es admirada por su profesión, sus habilidades intelectuales o cualidades personales sino por su cuerpo.
Debido a que esta presión es ejercida en mayor medida sobre la mujer que sobre el hombre, los trastornos de alimentación no han de considerarse como meros problemas individuales, sino también sociales y culturales y por lo tanto educativos. Consecuentemente, cualquier tipo de intervención a la hora de abordarlos debería de arrancar de esta idea.
Meditar sobre el significado que tiene en nuestra sociedad el “ser mujer” y el “estar delgada” nos lleva hacia una mirada más crítica y menos patológica sobre estas enfermedades. El conjunto de valores socioculturales condicionan nuestra forma de vivir pero también nuestra forma de enfermar. Desde el momento en el que aceptamos el modelo de mujer que se nos impone empezará nuestra esclavitud y en algunos casos, también nuestra enfermedad.
¿Dónde ha de centrarse la intervención en los trastornos de alimentación?
1. Evidentemente se ha de comprender la importancia que tiene para el organismo una correcta alimentación, para asimilar los aspectos negativos de una dieta desequilibrada y fomentar el pensamiento y conciencia crítica respecto a la alimentación, con el fin de favorecer la autodetección de malos hábitos y el aprendizaje de conductas alimentarias sanas.
2. Desmitificar ideas erróneas en torno a la alimentación. En demasiados casos se suele asumir una idea de delgadez que necesariamente conlleva salud, belleza, éxito y (auto)aceptación debido a lo aprendido mediante los valores socioculturales que nos son trasmitidos a través de distintos agentes socializadores. Se ha de crear un espacio propicio para una reflexión que conlleve a un reaprendizaje de dichos valores.
3. Hacer una reflexión sobre el modo en que nos comunicamos con nuestro propio cuerpo. Exponiendo cómo nuestra sociedad se configura cada vez más en base a la importancia exacerbada del culto al cuerpo en detreneimiento del encontrarse bien consigo mismo/a, donde prima la proyección que los otros tienen sobre uno/a mismo/a. Es importantísimo el desarrollar una conciencia más crítica y madura respecto a la propia imagen personal y el hacerse más impermeables a las influencias que presionan hacia la consecución de una determinada imagen corporal, que puede llegar a suponer riesgos para la salud (tanto física como psicológica).
4. Conocer la importancia de una imagen corporal y autoestima positivas, como parte fundamental en la relación con uno/a mismo/a y con los demás. Se han de reducir las actitudes negativas hacia el propio cuerpo y fomentar una autoestima no relacionada con la apariencia física.
5. Conocer los estereotipos y roles de género y cómo éstos influyen en nuestra conducta alimentaria. Mostrar como se configura la influencia de los modelos estéticos corporales y la presión sociocultural para la delgadez, trabajando de forma crítica los mensajes que emiten los agentes socializadores e incidiendo sobre todo en los provinientes de los mass medias.
Me gustaría señalar que hasta aquí he dado una visión intervencionista de los trastornos de alimentación. Sin embargo, quisiera incidir para finalizar, en la necesidad de la concienciación a nivel social en materia PREVENTIVA. Ésta sólo será posible desde una adopción de medidas sociopolíticas y educativas que confronten los valores y estereotipos enfermizos que se han instaurado en nuestra sociedad. Dicha prevención debería abarcar no sólo la adolescencia como se viene haciendo muy tímidamente hasta ahora, ya que si bien es cierto que hasta hace unos años la edad de riesgo se establecía entre los 12 y 25 años, cabe señalar que en la actualidad esta franja de edad se ha ampliado mucho. Por un lado se empiezan a detectar problemas en niñas de 9/10 años (que empiezan a mostrar conductas adolescentes tempranas) y por otro lado, el riesgo se ha extendido a muchas mujeres en la edad de la menopausia (alrededor de los 50 años) que se resisten a los cambios que la edad provoca en sus cuerpos.